sábado, 15 de enero de 2011

¿fraude en la luna? mi amigo el escéptico

De niño creía en los ovnis. Como sabía pocas cosas, casi todo me parecía posible. “Todo cabe en el desconocimiento”, dice un personaje de una novela del escritor español Javier Marías.

Era emocionante creer que cualquier noche podía bajar del cielo un vehículo espacial extraterrestre repleto de alienígenas amigables. Igual que los europeos de la edad media, que pensaban que el día del Juicio Final era inminente, a mí me parecía que el día del contacto con una civilización extraterrestre estaba a la vuelta de la esquina y esto me tenía en perpetua expectativa.

Con el tiempo, y como los extraterrestres se tardaban en aparecer, fui entendiendo las dificultades que aguardaban a cualquier civilización extraterrestre que quisiera ponerse en contacto con nosotros, sobre todo si lo que pretendían era visitarnos. Ya estaba claro que en el Sistema Solar no había más civilización que las de la Tierra. Los visitantes tendrían que venir de otras estrellas. Pero hasta la estrella más cercana al Sol está lejísimos, y quién sabe si tendrá planetas siquiera. Que hubiera vida en algún otro lugar del interminable cosmos era casi seguro, comunicarnos con seres inteligentes de estrellas lejanas era posible (y ya se había intentado), pero toparnos con ellos frente a frente iba a ser muy difícil. Lástima.

La ilusión de ver el día en que por fin hiciéramos contacto me había iluminado la vida por espacio de casi un año y no me iba a ser fácil renunciar a ella. Traté de obligarme a seguir creyendo que era posible, pero no pude. Al final me pareció mejor la verdad aunque doliera que vivir engañado por mí mismo –y no me he arrepentido ni por un instante.

Tuve suerte. Hay personas que, aun teniendo la información necesaria a mano, optan por engañarse; y por supuesto hay gente que ni siquiera tiene acceso a la información. Sus ideas quedan a merced de su imaginación sin el freno del conocimiento. En su ignorancia todo cabe.

Lo malo es que algunas de estas personas creen, además, que lo que no entienden no es posible. Hace poco salió en Estados Unidos un programa de televisión en el que se pretendía “demostrar” que los viajes a la Luna de finales de los años 60 y principios de los 70 fueron un engaño, y que la NASA lo filmó todo en un estudio. Para creer en los argumentos que esgrimen los que proponen esta hipótesis habría que convencerse de que en la NASA todos eran bastante tontos, que los soviéticos de aquellos tiempos —acérrimos enemigos de los estadounidenses—eran aún más tontos y estaban dispuestos a dejarse ganar sin dar pelea, y que toda la comunidad científica internacional estaba al servicio del gobierno de los Estados Unidos.
Los argumentos más específicos —por ejemplo: ¿por qué no se ven estrellas en las fotos de la Luna?, ¿por qué las sombras de los astronautas apuntan en distintas direcciones pese a que en la Luna la única fuente de luz es el Sol?—se rebaten fácilmente. Las estrellas no se ven porque las fotos están tomadas a plena luz del Sol, con tiempos de exposición muy breves. Las sombras apuntan en distintas direcciones por la razón sencillísima de que el suelo de la Luna no es plano y el relieve las desvía (y, por cierto, el Sol no es la única fuente de luz en la Luna: también están la Tierra y el suelo lunar, que es muy reflejante).

Pero no todo el que desconoce está condenado a creerse lo que ve en televisión, y me gustaría ilustrarlo con una anécdota.

Eduardo tiene 19 años y cursa el último año de preparatoria. Fue alumno mío en secundaria y nos hicimos buenos amigos por compartir el gusto por la ciencia y las explicaciones sólidas. Hace unos días me llamó por teléfono muy agitado.

—Oye, ¿cómo que no fuimos a la Luna? —fue lo primero que me dijo (“hola, ¿cómo estás?”, y esas nimiedades, significan poco para nosotros).
—Ya viste el programa ese, ¿verdad? —le contesté.

Se lo habían contado en la escuela. Una maestra les presentó todas las “pruebas” de que lo de los viajes a la Luna eran un engaño. Aunque Eduardo nunca ha sido buen estudiante, tiene una mente crítica e independiente. En mis respuestas siempre trato de respetar su inteligencia, de modo que en vez de imponerle mi opinión, le expuse mis razones para estar convencido de que los astronautas sí fueron a la Luna.

—Pues yo estoy muy desilusionado y muy escéptico —me dijo Eduardo cuando terminé.

—Tienes todo el derecho —le contesté. Luego, haciendo alarde de una sabiduría que sólo le conozco a Kalimán, añadí—: No me creas hasta que no te convenza. Pero tampoco les creas a los otros. Piensa y llega a tus propias conclusiones.

Sólo me faltó rematar mis consejos llamándolo “pequeño Solín”. Con esto colgamos. Mi amigo, el escéptico Eduardo, sigue pensando. No me preocupa que piense, porque si conduce su razonamiento con rigor, sin dejarse llevar por sus gustos ni sus prejuicios, y si sopesa todos los argumentos, no tengo la menor duda de que al final llegará a la conclusión de que, pese a que ir a la Luna es una hazaña difícil de creer, la evidencia hace más difícil creer que fue un engaño.


De niño creía en los ovnis. Como sabía pocas cosas, casi todo me parecía posible. “Todo cabe en el desconocimiento”, dice un personaje de una novela del escritor español Javier Marías.

Era emocionante creer que cualquier noche podía bajar del cielo un vehículo espacial extraterrestre repleto de alienígenas amigables. Igual que los europeos de la edad media, que pensaban que el día del Juicio Final era inminente, a mí me parecía que el día del contacto con una civilización extraterrestre estaba a la vuelta de la esquina y esto me tenía en perpetua expectativa.

Con el tiempo, y como los extraterrestres se tardaban en aparecer, fui entendiendo las dificultades que aguardaban a cualquier civilización extraterrestre que quisiera ponerse en contacto con nosotros, sobre todo si lo que pretendían era visitarnos. Ya estaba claro que en el Sistema Solar no había más civilización que las de la Tierra. Los visitantes tendrían que venir de otras estrellas. Pero hasta la estrella más cercana al Sol está lejísimos, y quién sabe si tendrá planetas siquiera. Que hubiera vida en algún otro lugar del interminable cosmos era casi seguro, comunicarnos con seres inteligentes de estrellas lejanas era posible (y ya se había intentado), pero toparnos con ellos frente a frente iba a ser muy difícil. Lástima.

La ilusión de ver el día en que por fin hiciéramos contacto me había iluminado la vida por espacio de casi un año y no me iba a ser fácil renunciar a ella. Traté de obligarme a seguir creyendo que era posible, pero no pude. Al final me pareció mejor la verdad aunque doliera que vivir engañado por mí mismo –y no me he arrepentido ni por un instante.

Tuve suerte. Hay personas que, aun teniendo la información necesaria a mano, optan por engañarse; y por supuesto hay gente que ni siquiera tiene acceso a la información. Sus ideas quedan a merced de su imaginación sin el freno del conocimiento. En su ignorancia todo cabe.

Lo malo es que algunas de estas personas creen, además, que lo que no entienden no es posible. Hace poco salió en Estados Unidos un programa de televisión en el que se pretendía “demostrar” que los viajes a la Luna de finales de los años 60 y principios de los 70 fueron un engaño, y que la NASA lo filmó todo en un estudio. Para creer en los argumentos que esgrimen los que proponen esta hipótesis habría que convencerse de que en la NASA todos eran bastante tontos, que los soviéticos de aquellos tiempos —acérrimos enemigos de los estadounidenses—eran aún más tontos y estaban dispuestos a dejarse ganar sin dar pelea, y que toda la comunidad científica internacional estaba al servicio del gobierno de los Estados Unidos.
Los argumentos más específicos —por ejemplo: ¿por qué no se ven estrellas en las fotos de la Luna?, ¿por qué las sombras de los astronautas apuntan en distintas direcciones pese a que en la Luna la única fuente de luz es el Sol?—se rebaten fácilmente. Las estrellas no se ven porque las fotos están tomadas a plena luz del Sol, con tiempos de exposición muy breves. Las sombras apuntan en distintas direcciones por la razón sencillísima de que el suelo de la Luna no es plano y el relieve las desvía (y, por cierto, el Sol no es la única fuente de luz en la Luna: también están la Tierra y el suelo lunar, que es muy reflejante).

Pero no todo el que desconoce está condenado a creerse lo que ve en televisión, y me gustaría ilustrarlo con una anécdota.

Eduardo tiene 19 años y cursa el último año de preparatoria. Fue alumno mío en secundaria y nos hicimos buenos amigos por compartir el gusto por la ciencia y las explicaciones sólidas. Hace unos días me llamó por teléfono muy agitado.

—Oye, ¿cómo que no fuimos a la Luna? —fue lo primero que me dijo (“hola, ¿cómo estás?”, y esas nimiedades, significan poco para nosotros).
—Ya viste el programa ese, ¿verdad? —le contesté.

Se lo habían contado en la escuela. Una maestra les presentó todas las “pruebas” de que lo de los viajes a la Luna eran un engaño. Aunque Eduardo nunca ha sido buen estudiante, tiene una mente crítica e independiente. En mis respuestas siempre trato de respetar su inteligencia, de modo que en vez de imponerle mi opinión, le expuse mis razones para estar convencido de que los astronautas sí fueron a la Luna.

—Pues yo estoy muy desilusionado y muy escéptico —me dijo Eduardo cuando terminé.

—Tienes todo el derecho —le contesté. Luego, haciendo alarde de una sabiduría que sólo le conozco a Kalimán, añadí—: No me creas hasta que no te convenza. Pero tampoco les creas a los otros. Piensa y llega a tus propias conclusiones.

Sólo me faltó rematar mis consejos llamándolo “pequeño Solín”. Con esto colgamos. Mi amigo, el escéptico Eduardo, sigue pensando. No me preocupa que piense, porque si conduce su razonamiento con rigor, sin dejarse llevar por sus gustos ni sus prejuicios, y si sopesa todos los argumentos, no tengo la menor duda de que al final llegará a la conclusión de que, pese a que ir a la Luna es una hazaña difícil de creer, la evidencia hace más difícil creer que fue un engaño.


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